Miércoles, 14 Diciembre 2011 14:15

DIEGO URDIALES, la ética del toreo

.....Artículo publicado por Ana Pedrero en el último número de la revista   Cuadernos de   Tauromaquia

 

Unos dicen que está a la izquierda, donde el corazón. Otros, a la derecha, en el hemisferio del cerebro que rige la inteligencia. Pero yo creo que está en el centro. En el ombligo, en el vientre, en los cojones. Y de ahí, desde ese eje que divide en dos al mundo, vierte a todo lo demás, a lo racional y a lo sensorial, a lo no escrito, a la cintura, a las muñecas, a la mano zurda, a la punta del acero. El toreo, su ética.

Porque hay que tener cojones, y me van a perdonar la formas, para levantarse todos los días y hacer de la disciplina una forma de vida con la incertidumbre como compensación. Hay que tener cojones para creer en uno mismo. Y ser, sentirse, torero, muy torero, para firmar los contratos de uno en uno, poco menos que a mordiscos, a cara de perro, para comenzar las temporadas como si se escribiese por vez primera en un cuaderno cuyas páginas parecen no tener memoria de las tardes escritas en clave de toreo caro, de oro de ley.

Hay que tener cojones. Y levantarse un día, y ottro día, y sudar el chándal y la camisa de chorreras, y gastar suelas y correr sobre los mismos pasos donde se hizo carrera ayer, y anteayer, como quien persigue algo y no llega a encontrarlo aunque de vez en cuando lo acaricie con la yema de los dedos y se escape como agua caprichosa.

Hay que tener cojones para llamar a la puerta una y otra vez; y pedir paso, y volver a pedirlo, y dejarse los nudillos, y el alma y la piel un día y otro día, de uno en uno, como la lidia a un toro imposible a quien se le arranca los pases a base de insistir, ni un paso atrás, encajando los riñones, apostándose los muslos. Y ser, saberse, sentirse muy torero. Y reivindicarse, reinventarse con las zapatillas hundidas como el árbol sabio que hinca sus raíces sin importarle lo profundo de la herida, la sed de la tierra. Y beberse el frío del invierno contra la madrugada, un día, y otro día, y devorar kilómetros para hilvanar de finca en finca un sueño, el sueño. El toreo, su ética.

Yo cierro los ojos y te veo. Diego Urdiales, vestido de rosa y oro, sobre el albero plomizo de Bilbao, como si fueses una figura pintada a mano sobre un fotograma antiguo. Sólo tú en medio de la nada. Sólo tú, rosa y oro, con un toro cárdeno oscuro. Y tú rosa y oro, y el capote fucsia dibujando verónicas de color fucsia, media docena, a compás fucsia, sobre un ruedo gris, frente a un toro tan gris, tan oscuro, tan en Victorino, que daba miedo verlo así, erguido, casi negro, tan toro.

Cierro los ojos y te veo, Diego Urdiales, rosa y oro, con una muleta grana, inventando lances encarnados sobre una arena sin alma, gris como las cosas inertes, como los días de lluvia, como las madrugadas de invierno, como los cielos sin soles, como el poso de la ceniza, que no quema. y tú ahí, con la verdad descarnada de tu toreo, desgarrado, abriéndote de carnes, con el corazón en el centro, desde el centro. Tú ahí, rosa y oro, Diego Urdiales, con tu toreo, el toreo, brotando desde las tripas, sin miramientos, sin concesiones, tan puro, tan hondo, tan sin adornos, que de repente la plaza se ilumina y brota una música sin música, y pintas de colores el aire gris de Vista Alegre vestida de gris, que ahora ruge llena de vida, rosa y oro entera, entregada, emocionada ante la ofrenda.

Cierro los ojos y te veo así Diego Urdiales, sobre la arena cárdena, desnudándote rosa y oro sin reservas, tan entero, tan de verdad, tan inquebrantable, tan sólido, que de pronto te haces inmenso desde la estrechez de tus huesos y sobrevuelas la arena gris sin pedir permiso, encajándote cara a cara con la muerte, con la gloria, con ser, con saberte, con sentirte tan torero. Y todo resucita, y todo tiene sentido, mientras tú te creces amarrado al suelo tan firme, rosa y oro, las zaparillas trazando huellas imperecederas, doblegándose a tu mando, como si cupiese entero, con sus quinientos y pico kilos, en la franela colorada, en tu muleta desdeñosa del aire, de la misma vida.

Te veo así, Diego Urdiales, rosa y oro, cosiendo contra los vientos cada lance, con la ciencia del que no espera, como si fuese el último, vaciándote, prolongándote en la muleta, echando los vuelos, siendo, sabiendo. Y siento tu desgarro, y siento un dolor rosa y oro, La derecha mandando, la izquierda asomándose al precipicio, a lo que no tiene fin, descubriendo casi que la eternidad cabe en un trozo de trapo. Así, ofreciendo el pecho sin mentiras, cruzándote en la imperceptible línea que separa lo cotidiano de lo extraordinario, dibujas uno, y después otro, y otro más allá, redactando sin letras una lección de tauromaquia que deberían revisar de cuando en vez los chavales que sueñan con ser algo en esto.

Y después, cuando la espada pincha, el ruedo vuelve a ser redondo, y el albero cárdeno, y el silencio silencio, y un clamor la memoria. Pero tú permaneces, enorme y oro, sabedor de que el acero no borra los nombres, escribiéndote como yo te escribo ahora, sintiéndote. Torero, tan a secas.

Sabiéndote a la izquierda, donde está el corazón; a la derecha, donde rige lo racional. Reivindicándote en el centro, desde las tripas, desde el vientre, Diego Urdiales, rosa y oro. Tu ética, el toreo.

Ana pedrero. -Cuadernos de Tauromaquia-

Foto de Miguel Pérez -Aradros

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