Martes, 15 Noviembre 2011 11:46

TOREAR DIEGO, TOREAR

Vídeo realizado por el periodista Pablo García Mancha para el acto de entrega del capote de paseo de la Comunidad Autónoma de La Rioja a Diego Urdiales como triunfador de la temporada 2009 en La rioja.

 

Texto: Pablo García Mancha

Diego Urdiales era un niño y ya sabía torear. El toreo surgía de sus manos con un conocimiento aprendido, lo soñaba limpio, sin artificios. Con apenas doce años, con el candor de esa mirada que todavía no juzga, adelantaba la muletita como una caricia, como un juego de improvisación y de sustos, desconocía la gramática de la embestida, pero entendía sin rubor el sueño del toreo y el toreo le fluía. Le fluía casi del alma y Diego parecía flotar como aquella tarde en Calahorra en la que un niño supo lo que era ser un gigante. El toreo Diego, el toreo.

 

Diego Urdiales siempre ha encontrado refugio en la muleta, deslizando sus dedos por su áspera urdimbre, asentando las zapatillas en un pequeño recoveco del alma, para entregarse al ritual único del toreo. El torero de Arnedo, de La Rioja toda, nunca ha desfallecido en su empeño, nunca ha dejado de lado las ilusiones, ni le han podido los abrazos rotos de los desengaños. Atravesó el desierto, supo esperar, era perito en paciencias, especialista en no desfallecer. Hasta que tras el indulto de Molinito en Logroño llegó Madrid, aquel 13 de mayo de 2008, cuando explicó en Las Ventas la hondura de la eternidad de su toreo. La plaza toda, el 7 incluido, se rindió ante un torero para ella desconocido, ante un torero que mucho más allá de orejas y de trofeos, se empeñó desde el primer momento en torear para sí, en dictar una parsimonia impresionante, basada en los cimientos que ofrecen la serenidad, el empaque, la mentalización y el salir al ruedo completamente convencido de que en sus manos tenía el sentido exacto de la tauromaquia.

 

El año 2009 comenzó con la corrida del 2 de mayo en Madrid. Volvía el riojano a Las Ventas tras los triunfos del año anterior. Los toros, de Carmen Segovia, y el torero riojano dejó sobre el albero otra actuación inolvidable merced a una extraordinaria faena al primero de su lote, un galán de 638 kilos al que entendió de principio a fin y con el que dibujó una labor marcada por la quietud, el compás y una despaciosidad que cautivó a la afición de Las Ventas. Diego toreó, echó la muleta a los belfos y llevó la embestida siempre donde mandan los cánones, por abajo, gustándose y consintiendo que los pitones pasasen lentamente al lado de sus femorales. El matador riojano, que debutaba esta temporada y parecía más cuajado y seguro de sí mismo que nunca, dejó sobre el albero de la plaza más importante del mundo el aroma de una excelsa torería. El año fue sorprendente, emocionó en San Sebastián e impactó en Bilbao al sortear el límite del miedo y conjugó en Alfaro todas las bellezas, en una tarde melódica en la que desparramó su toreo con su capote y muleta. Es difícil adivinar dónde se encuentra el secreto del artista, el lugar en el que reposa la tecla que marca ese misterioso diapasón que hace crepitar el alma al compás de una melodía sublime, de un poema o del temblor de un trazo de óleo sobre un lienzo original y terriblemente blanco. Por eso algunos toreros son seres marcados por el sino de la creación y se mueven en esferas infinitas, a veces insondables y hacen de la sensibilidad y el apogeo de sus sentimientos el fin último e inequívoco de los anhelos, de la potencia creadora, de la pasión y sus instintos, a veces el artista crea para sí un universo difícilmente descriptible donde se refugian ensimismados conceptos que se funden con la ética, la belleza y también con la honestidad.

Y llegó Logroño, el 21 de septiembre y un toro de D. Álvaro Domeq, el alquimista de la bravura, el cuarto, un majestuoso Torrestrella un tanto meano en Tamarón y que atendía por Soleado, embistió como los ángeles y Diego Urdiales se entretuvo en cuajarle una faena de las que no se olvidan, una faena tan rotunda que cuando adelantaba la pañosa para embarcar el natural o el redondo y ligarlos con el de pecho, se nos paraba el corazón  de tanta lentitud, de tanta armonía, de esa torería que derrochó el arnedano en la plaza de La Ribera, en una actuación que pasará a los anales de esta plaza, toro y torero, perfecta conjunción de ritmo y temple, de colocación, mecánica precisa para alumbrar naturales plenos de empaque, redondos al ralentí, cambios de manos, ayudados por bajo, en fin, una bellísima sucesión de estrategias en una labor marcada por la distancia precisa y la calidad de un torero que pide toreando que le dejen torear.

 

La torería es a veces un sustantivo, a veces impreciso, pero complejo y rotundo, es una palabra líquida, un concepto también manido y recurrente del que se sirven los cronistas con demasiada frecuencia para explicar el fulgor del toreo casi a secas, para desentrañar las razones por las que un ser humano se olvida del instinto de supervivencia por abandonarse frente a un toro, para desmadejarse por dentro y subrayar con aroma y empaque el significado poético de la Tauromaquia, acaso puede existir otra, es decir; exactamente lo que hizo Diego Urdiales en Arnedo el 12 de octubre, vestido de azabache e hilo blanco y con su corazón latiendo al ritmo de un gentío que le acompañó en su bellísima gesta benéfica, ante esa escalera de seis toros por la que fue escalando peldaño a peldaño, despreocupándose del palizón, de la cornada en la mano que le propinó el tercero, de lo incierto de más de un enemigo o de ese viento racheado que acompañó una de esas tardes memorables a las que nos tiene acostumbrados este torero  de cintura diminuta y perfil aguileño que ha hecho del compás su identidad como artista.

 

La tauromaquia es una sensación múltiple y azarosa en la que converge espiritualmente un núcleo de necesidades comunicativas y sensoriales, se trata de dominar a un toro, hacerse con él, extraerle la bravura, comunicarse a través de una gramática sorprendente y entregarse a un rito marcado por todo aquello que conmueve al hombre desde que es hombre. La razón y el intelecto por el camino de la expresión metafórica de la belleza para sublimarlo todo en el toreo, en la culminación heroica de un rito apenas imposible en el  que el torero hace y deshace como un sumo pontífice del universo. Toro, torero y toreo, son tres palabras similares que comparten la misma raíz etimológica pero no se pueden conjugar a la vez sin rendirse a una evidencia, el alma del artista. Para Diego Urdiales, torear es un sentimiento antiguo que brota preciso cuando se ilumina dentro de un intenso manantial, es escribir con nardos sobre el agua, cerrar los ojos después y ver que el tiempo se ha parado sin detenerse. Torear es vivir embaucando al aire, a las estrellas y  a las hojitas derramadas en el albor del otoño. A veces, la naturaleza nos sorprende y nos reta con dibujos imposibles y sale el corazón por las esquinas para demostrarnos que una muleta es un pincel y una escofina, pero también un lápiz de color cuando se siente como un juguete, o un escorzo más efímero que un latido, pero inmensamente bello e irremediablemente poético. Torear es una especie de desafío al tiempo, un algo que cuando se empieza a percibir tiene caracteres imprecisos, pero que turba y mantiene al corazón pendiente por cómo va a acabar un natural halado a la sombra del Isasa. Tu toreo Diego me inquieta porque es como pensar, reflexionar o experimentar hasta dónde son capaces de llegar todos los sentidos si se vive cabalmente. Torear Diego, torear.

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